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Aventuras madrileñas al estilo quijotesco

  • CÉSAR GABRIEL
  • 12 jul 2017
  • 5 Min. de lectura

En un lugar muy cercano a La Mancha, cuyo nombre no voy a nombrar, se encuentra un pequeño trozo de naturaleza. Allí no hay hidalgos. Menos un rocín flaco y galgo corredor. Lo que a continuación van a presenciar es una de las aventuras más antiguas del mundo. Buena o mala, será usted quien lo decida. Pervertida o divertida, sólo su criterio lo definirá.


Son las 23.00 horas de una noche cualquiera en el centro madrileño. Como diría Hermia en Sueño de una noche de verano: “si los amantes encontraban siempre inconvenientes será porque es ley del destino”. Ley del destino en ese lugar es que se encuentren, que fusionen sus cuerpos desnudos para volverse uno mismo. O bien, un pequeño, mediano o enorme grupo, para conformar lo que el Teseo de Shakespeare dejó claro desde hace dos siglos: “los amantes y locos tienen una mente tan febril y una fantasía tan creadora, que fantasean mucho más de lo que la razón entiende”.


Desde alguno de sus ángulos, el Templo de Debot presencia cada uno de los movimientos. Registra todos los sonidos. Y seguramente absorbe todos los olores. Atestigua los movimientos táctiles. La conexión entre este legado egipcio y aquel epicentro de lujuria es casi mística. Los actos… quién sabe.



Fotografía: Pablo de Dios


Vista


Aquella velada veraniega pareciera una noche como cualquier otra. Gente trotando. Algunos otros paseando a sus perros. A lo lejos, una pareja, muy propia, besándose y haciéndose cariñitos. Se ríen y derraman miel por todos lados.


Desde su posición habría que estar muy atentos a lo que un pequeño segmento de aquel parque guarda. Todo está completamente oscuro. A cualquiera daría miedo entrar si no es porque sabe lo que se encontrará. Y lo que está buscando.


Cuando uno menos lo espera, empiezan a adentrarse algunos hombrecillos. Cual Alicia a través del espejo. Hay quien no se da cuenta. Hay a quien no le interesa. Otros más ni siquiera son capaces de advertirlo. Se reafirma la tesis de Alicia en el país de las maravillas: “sólo unos pocos encuentran el camino, otros no lo reconocen cuando lo encuentran, otros ni siquiera quieren encontrarlo”.


El olor es fétido. Muy desagradable y bastante enfermizo. La congregación se da entre basura, excremento humano, hierbas secas, otras más creciendo, algunas cortadas o pisadas por los visitantes. No se les culpa. La oscuridad no deja ni siquiera ver por dónde se va a pisar. Los ojos tienen que abrir una especie de Rayos X para poder empezar a notar el suelo sobre el que se está andando. A veces es concreto, a veces el césped. Muchas otras el barro bastante fangoso por el riego que se hace durante la madrugada encima de aquellos soberbios jardines. La luna es la única que empieza a regalar iluminación para distinguir apenas algunos rostros. Quizá Shakespeare tenía razón: “el amor no mira con los ojos, sino con el alma”. Aunque de amor ahí, poco.



Olfato


Ya que se logra distinguir entre árboles, arbustos, plantas secas y personas de todo tipo de complexión, empieza aquella fiesta surrealista de la carne. De repente no se sabe lo que se está inspirando. Por un lado llega el aroma de la tierra húmeda. Por el otro el de la basura y la suciedad que resguarda aquella choza abandonada. Es fácil descubrir que no sólo es el parque en el que se lleva a cabo la rutina. Aquellos varones ansiosos de comerse los unos a los otros han sido capaces de romper una barrera metálica que acordonaba lo que algún día fue un restorán. Lo interceptaron y se adueñaron de los patios traseros y delanteros. También se apropiaron de todas las noches madrileñas.


Cuando todo pareció haberse olido, empieza el desfile de aromas: gordos, flacos; altos, bajos; rubios, negros, morenos; de toda nacionalidad. No hay límite de edad. La única característica pareciera ser adornar el cuerpo con exceso perfumados. Se llegan a combinar los olores. En ocasiones pareciera una guerra entre lo pestilente y las últimas tendencias los adoloridos podrían manifestar. Con la fugacidad de aquel momento que apuntala a todos:


Nobody said it was easy Oh, it's such a shame for us to part Nobody said it was easy No one ever said it would be so hard I'm going back to the start


Un perro está amarrado a lo que todavía queda de la cerca rota de aquel oasis carnal. Su dueño, quien minutos antes lo paseaba, se ha adentrado en la fiesta de la lujuria. Exactamente con una peña de cinco personas más, entre españoles, latinos y un árabe, han empezado una la bacanal, aquellas fiestas grecorromanas que terminaban en orgías.


El deseo se apodera de aquella masa ya hecha un sólo ser. No importa quién o quiénes están alrededor. La protección tampoco es una limitante. Se ven más lubricantes que látex. Pierde interés la cifra informativa de que en España hay entre 130.00 y 160.000 personas con infección por VIH, con 85.720 casos de sida, en su mayoría homosexuales. Y que, aunque se ha reducido enormemente desde hace dos décadas, el descenso se ha ralentizado en los últimos años.




Gusto


Son casi las 4.00 de la mañana. El silencio se ha apoderado de aquel espacio de placer y lujuria. Sólo algunos pequeños gemidos llegan a saltar, pero son los menos. Pareciera que la regla es la discreción en todas sus aristas. Hasta los más exacerbados orgasmos deben ser silenciados para evitar llamar la atención.


Un chico se hace notar por tener a sus disposición cuatro miembros viriles para él solo. No sabe cómo controlar los dos polos de su vida: su instinto masculino y la moral que lo avrgüenza cuando ve que tiene a cinco más observándolo. Él sigue. Los beneficiados están en el viaje. Uno a uno vuelve al mundo terrenal dentro de la boca del anfitrión. El receptor sólo intenta no dejar escapar ni una gota de aquel néctar masculino. Terminan. Se levanta, llega al clímax de su monólogo, se sacude las rodillas y sale por donde llegó.


La luna continúa con su cauce. El cielo se nota azul marino. La luz del día está por explotar con una calurosa temperatura. Como himno solemne que identifica al colectivo gay, a nivel mundial al menos de habla hispana, se escucha a lo lejos “A quién le importa”, de Alaska.


Las escenas anteriores son reiterativas. Encuentros sexuales entre varones desconocidos. Sin compromiso. Con las mejores actuaciones de noches de pasión desenfrenadas y funestos amoríos. Eso es el cruising. Característico de cualquier gran metrópoli, y presente con enorme sutileza en regiones más conservadoras.

Al menos en Madrid se tienen localizados unos 30 sitios, entre aparcamientos, baños públicos, estaciones de tren, y parques. Quizá eso refuerce para muchos la romántica frase de los Siglos de Oro españoles: “de Madrid al cielo”.




La aventura de la choza encantada


Son las 5.00 de la mañana. El cielo es cada vez más claro. Inicia el intercambio: los gays abandonan aquel sitio poco a poco. Van terminando su faena y salen por diferentes arterias del parque. Empiezan a entrar las travestis prostitutas de la zona. Otro espectáculo está a punto de empezar.


Mientras el relevo se efectúa, Alaska continúa:

Mi destino es el que yo decido

El que yo elijo para mí

¿A quién le importa lo que yo haga?

¿A quién le importa lo que yo diga?

Yo soy así, y así seguiré. Nunca cambiaré


La pareja propia que estaba a las afueras se ha marchado. Una señora pelea con su marido, la escena termina en un dos por tres un con beso. La diáspora sigue. El perro ha sido desatado y continuado con la caminata junto a su dueño.

Como una loca y surrealista aventura quijotesca, con la misma burla al romanticismo, el amor y el cortejo, una velada más ha llegado a su fin. Al igual que don Quijote de la Mancha, la vida secreta de cada hombre muere al llegar a sus respectivos destinos. De igual manera que aquel personaje cervantino, mueren por dentro. Pero antes, se recuperan de su locura para volver a “ser” ellos mismos. Los que siempre han querido ser.



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